Música para no dormir: Víctor Reyes
Víctor está nervioso. Quizá algo impaciente. No tanto por el hecho de ir a saber si su trabajo de las últimas semanas recibirá luz roja, sino más bien porque el que se la podría dar es uno de sus ídolos de juventud. De él y de varios millones de españoles más que crecieron a la sombra del mismo mito. Un nombre reverenciado y que se susurra con respeto aún en las cadenas de televisión; incluidas aquellas en las que se quedaba a dormir por la noche.
Pero eso no tranquiliza a Víctor, porque el trabajo que se va a juzgar es el suyo, mientras el resto de españoles disfrutan de su vida como otra tarde cualquiera. Se revuelve inquieto en el sofá. Maite, su mujer, lo mira desde el otro lado. Intenta infundirle calma, pero él sabe que ambos están igual de nerviosos. Parece mentira. Estar así a estas alturas de partido. Un músico que incluso ha sobrevivido a la “movida”; puede que por llegar tarde a ella, como él mismo ha reconocido en varias ocasiones…
Las agujas del reloj se mueven con relativa lentitud. Hasta el momento en el que, casi sin darse cuenta, está en el garaje, empujando la silla de ruedas de su ídolo y peleándose con unas puertas que siempre le han caído demasiado estrechas. Maite va abriendo camino y dando instrucciones. Y, mientras tanto, se oye cómo preguntan desde la silla de ruedas:
—¿Podré fumar? Sin mi puro, no soy nadie.
Víctor está descolocado. Mira a uno de los acompañantes de su visita, tratando de adivinar si la pregunta va en serio o no. Los ojos del otro le devuelven una mirada que no aclara nada. Está lo bastante ocupado como para dejarlo correr. Narciso Ibáñez Serrador, “Chicho”, siempre ha tenido fama de hacer un uso muy peculiar de su sentido del humor. Sentido casi tan conocido como su proverbial mal humor.
Finalmente, y después de no pocos problemas, están acomodados en el estudio. Chicho tiene una manta sobre las piernas y observa la pantalla en silencio. Las imágenes van pasando, mientras Víctor revive cada momento de trabajo. Poner junta toda la música, componerla, ha sido una tarea artesanal que lo ha mantenido enterrado vivo bastantes días. Mira por el rabillo del ojo al maestro de maestros. Recuerda el día en que le ofrecieron el encargo y que lo único que podía pensar era: “hay que ponerse en los zapatos del gran Waldo de los Ríos.” Eso sí que es una película para no dormir, con culpa o sin ella.
Llevan más o menos media hora de visionado cuando llegan a la escena en la que Gloria, el personaje interpretado por Montse Mostaza, se tumba sobre una camilla de ginecólogo. Víctor sonríe y observa a Maite. Siempre hay que buscar algún aliciente que haga más divertidas las largas y solitarias horas de trabajo en el estudio… Para lo que viene ahora, tuvo claro desde un principio que había que usar algo rollo “La profecía”. Se da cuenta de que está sonriendo y refrena las comisuras de sus labios.
Mientras salen curas y monjas fantasmales, Víctor piensa en que el coro gregoriano son treinta y dos pistas grabadas en las que sólo canta él. Una y otra vez. ¡Qué bien le vino el viejo diccionario escolar para buscar todas las palabras, una por una! Sí, siempre hay que pensar un poco más allá, porque, si no, te aburres.
Chicho se revuelve en su silla de ruedas. La manta se le cae un poco y ni tan siquiera se molesta en recogerla. Él también tiene una sonrisa. La suya, de oreja a oreja:
—Me parece fantástico.
Víctor casi no puede aguantar las carcajadas. A Maite, le lloran los ojos.
—¿Sabes qué dicen en latín?
El ídolo, el mito de varias generaciones de españoles, niega con la cabeza. Está claro que hay que volver para atrás y escuchar más atentamente. Mientras las imágenes vuelven a pasar por la pantalla y el coro resuena a todo volumen, Víctor, más reposado, recita lentamente:
—Un, dos, tres… responda otra vez.
Chicho no cabe en sí de gozo. Le parece el chiste más gracioso del mundo, el fin de todas las guerras. Maite sonríe. Se han ganado al maestro de maestros. Luz verde.