Crónica de una violinista en los Premios Princesa de Asturias
El viernes 16 de octubre tuve la suerte de formar parte del grupo de cuerda que interpretó el Deborah’s theme (Once upon a time in America, 1984) bajo la dirección de Andrea Morricone en los premios de la Fundación Princesa de Asturias 2020.
Sin duda, lo primero que debo mencionar es el tremendo despliegue realizado por la Fundación que, a pesar de trasladar el acto del Teatro Campoamor al Hotel Reconquista de Oviedo, implementó de forma rigurosa todos los protocolos actuales sin sacrificar la abundancia de actuaciones musicales, demostrando que, si se hace bien, la cultura es más que segura. Unos premios sin música habrían sido demasiado tristes.
En el acto participó la Real Banda de Gaitas Ciudad de Oviedo (desplegados cual armada por todo el Patio de la Reina), la Orquesta de la Universidad de Oviedo (interpretando el himno de España) y el pequeño ensemble del que yo formaba parte. Después de dar negativo en las pertinentes pruebas previas, tuvimos el honor de ensayar la música de Ennio Morricone con su hijo Andrea como director durante un par de días. Una delicada y bella partitura que indudablemente se hizo más agradable de interpretar en los ensayos que en el riguroso directo de los premios, con todo el encorsetamiento y premeditación que la televisión implica. La logística de estas situaciones hizo que los músicos debiéramos estar sentados en nuestras sillas, inmóviles y en silencio, veinte minutos antes de que los portones que separan el Salón Covadonga del Patio de los Gatos se abrieran para dar paso a Andrea Morricone hacia la tarima del director.
Con el frío metido en el cuerpo, los dedos congelados, a dos metros unos de otros y sabiéndonos grabados desde cada esquina, la experiencia terminó siendo demasiado gélida en comparación con la ternura y calidez de la música que estábamos tocando. El propio Andrea se mostró mucho más rígido en la dirección y su expresividad cambió tremendamente en comparación con su actitud general durante los ensayos de los días anteriores.
La distancia de seguridad a la hora de tocar se impone como una nueva tortura (especialmente en agrupaciones pequeñas como la nuestra, de solo diez integrantes, en la que la distancia era aún mayor) que dificulta la sincronización natural con los compañeros en una triste metáfora de la realidad que vivimos: una toca en conjunto, pero se siente sola y aislada.
Para colmo, la grabación de sonido realizada por TVE al parecer experimentó algunos percances, siendo muy deficiente en la calidad y fallando en la transmisión del silencio sepulcral que había en el Patio de los Gatos y la delicadeza del Deborah’s Theme. Es una pena que la grabación que queda para la posteridad sufra de ruidos extraños y altibajos aleatorios en el volumen.
Pero como todos sabemos, una cosa es la televisión y otra muy distinta la realidad, y lo último que querría es sonar desagradecida. Tenía muchísimas ganas de vivir de nuevo la música desde dentro y disfruté del evento enormemente, despertando de esta especie de aletargamiento que parece que a todos nos invade desde que empezó la pandemia. Para mi, el auténtico valor de la velada radica en el lujo que supuso el poder compartir escenario con grandes profesionales en una época en la que los eventos musicales brillan por su ausencia: miles de conciertos cancelados y teatros intentando mantener su oferta a duras penas con un público muy reducido. Resulta doloroso saber que estas experiencias vendrán con cuentagotas hasta que se encuentre una solución global al problema que nos rodea.
Creo que la mejor parte de ser músico y de disfrutar la música de cine es saber que cuentas con la posibilidad de llegar a interpretarla. A lo largo de mi vida como violinista he tenido la suerte de tocar en orquestas sinfónicas muchos de los temas de los grandes compositores de cine. Sin hacer ningún menosprecio a Beethoven, Mahler o Tchaikovsky, siento que las bandas sonoras muchas veces nos gustan más porque nos vinculan no solo a las películas de las que forman parte, sino también a momentos de nuestra vida de gran impacto emocional: son películas de la infancia, vistas en familia, en pareja, en Navidad… que se quedan para siempre en el recuerdo. Y es por eso que luego, en edad adulta, nos emocionamos al escucharlas de nuevo, y más aún si se nos concede formar parte de ellas con nuestro instrumento.
Aunque fuese a través de una pantalla, tengo que reconocer que me encantó ver a nuestro adorable John Williams dirigiendo unas palabras al público y a la maestría de Ennio Morricone, algo que a los allí presentes nos reconfortó el frío y nos dibujó a todos una sonrisa tras la mascarilla. Es una pena que Williams no pudiera venir a recoger el premio en persona y que Morricone nos haya dejado en cuerpo, que no en alma, pero sin duda algo sincero que les querría decir a los dos, después de la experiencia vivida, es gracias, mil veces gracias.